Cuento escrito para la hermosa Revista Vivo Jujuy.
Ana, Emilia y Victoria tejían en el telar. Se juntaban todos los días desde hacía muchos años en la casa de la primera, que quedaba arriba de la colina. Desde ahí se podían ver las mantas coloridas de tierra y minerales, abrigando el azul helado del cielo. Sentadas en el suelo sobre unos almohadones hacían movimientos repetitivos, de izquierda a derecha, como si estuvieran mecanografiando sus pensamientos con lana de guanaco. Verano, otoño, invierno y primavera se las veía con sus pulóveres de lana y polleras estampadas con bordes empalidecidos por la constante recolección de polvo.
Ana tenía una belleza casi simétrica. Pero era precisamente en sus irregularidades en donde se escondía el secreto de su hermosura. La gente se obsesionaba con mirarla. Sus tapices parecían provenir de la misma fuente estética, como extensiones orgánicas de su esencia más íntima.
Emilia era seria y trabajaba con la mirada siempre fija en su obra, aunque daba la impresión de que no estuviera realmente allí su atención. Tejía guantes, bufandas y medias mientras tarareaba melodías misceláneas que contrastaban con la uniformidad de sus diseños. De vez en cuando asomaba sus ojos por encima de la lana para inhalar el paisaje y suspirar.
Victoria era alegre, contaba historias de las cuales ella misma se reía con una musiquita divertida. Si algún extranjero pasara por ahí, apreciaría a las tejedoras como una escena inmóvil, una escultura quizás o un cuadro, si no fuera por sus movimientos juguetones. Así y todo, sus tejidos eran los más complejos, intrincados y prolijos. Hacía mantas, chales y, ocasionalmente, era a ella a quien se le encargaba algún vestido de novia.
Un día a la semana se dedicaban exclusivamente a coser las piezas. Era la tarea más tediosa, por requerir atención y así trastornar el ritmo automático, como un trance, al que se solían entregar. Asignar un día para resolver las actividades más aburridas era estrategia común en el oficio, como también una vez al mes se debían ocupar de hacer cuentas y comprar materiales. Con una aguja de siete centímetros, de ojo grande, unían el frente y dorso de guantes y ponchos, cosían los extremos de los gorritos, y escondían los hilos sueltos para asegurar y emprolijar las terminaciones de mantas y bufandas. El último viernes de marzo, cuando ya iba quedando atrás el húmedo invierno andino, Ana, Emilia y Victoria dejaron los telares y empezaron a coser.
Ana clavó su aguja y Emilia hundió su mano en el alfiletero al mismo tiempo en que Victoria se preparaba para hilvanar la lana. Pero con una torpeza inexplicable, Ana apuntó accidentalmente a la huella del pulgar, la mano de Emilia se encontró con el filo de una tijera y Victoria se pinchó el labio mientras sostenía la aguja con su boca. Tres delgados arroyos de sangre se encontraron en el suelo formando una especie de ovillo de tres puntas. Entonces Victoria vio los cuerpos de sus amigas tensionarse, desde las articulaciones a través de los músculos, hasta llegar a las extremidades, las manos rígidas con los dedos apuntando hacia arriba. La piel fue empalideciendo y volviéndose dura como un tronco, visiblemente áspera y engrosada. Enmudecidas, Ana y Emilia quedaron inmóviles como cardones, sosteniendo cual puas sus agujas de coser.
Victoria intentó levantarse pero sintió un hormigueo en todo el cuerpo. Entonces el sol se puso, salió la luna, y el día y la noche se sucedieron una infinidad de veces mientras ella sentía su carne desintegrarse lentamente en el aire. Las estaciones cambiaron, llevando consigo las espinas y secando los tallos de sus amigas hasta que desaparecieron por completo ante sus ojos, que ya no tenían forma, ni párpados para resguardarse, ni manos laboriosas en donde fijarse. Si algún extranjero pasara por ahí, no vería rastro de las tres tejedoras. Solamente es sabido que desde entonces los relojes suenan con una musiquita divertida.
Parece que heredaste de tu tía el gusto por la escritura. No tengo dónde saludarte por tu cumpleaños que siempre recuerdo. Una pena el haberte perdido.
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